martes, 10 de noviembre de 2009

Tales

Ayer monté en el tren camino de la uni porque me apetecía escuchar la radio y en el metro nunca se pilla la señal. En los asientos que hay junto a la puerta, los abatibles, iba una mujer con un libro de poesía abierto, y gesticulaba mucho. Cuando bajé el volumen me di cuenta de que el señor que estaba sentado a su lado era su marido, o su compañero, o alguien con quien tenía mucha confianza. Iba recitándole poesía en polaco, o bueno, no sé qué idioma era pero sonaba a polaco. Y la recitaba como estuviese a solas. Me hizo gracia ver cómo quien tiene cultura la expresa sin tapujos, ande por donde ande.
Hoy, en el metro, una madre iba leyéndole un cuento a su niñito, que tendría unos tres años. Se lo leía tan bien que tenía a cuatro o cinco tipas alrededor escuchando, incluída yo. En general todas estábamos absortos pendientes de los que contaba, y me acordé de cuando iba de peqeña a ver cuentacuentos. Te los contaban tan bien que se te olvidaba el resto del mundo.
Y también me acordé de Carlos, mi profe favorito del bachillerato, que como estábamos en un colegio de monjas todas las mañanas tenía que leer una oración que preparaban ellas. Y a veces se saltaba el protocolo y nos leía un cuento cada mañana que nos tocaba con él a primera hora, a las ocho. Se tomaba la molestia de traer uno distinto cada día, como los de Jorge Bucay, con moraleja. Y empezabas la mañana de otra forma, con otra calma. Incluso lo que nunca leían solían atender.
Si todo el mundo leyera más, y sobre todo, si probase el placer de que alguien que le leyera, vería la vida de otra forma. Nos faltan cuentos y nos sobran prisas.

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